Sus
rizos le cubrían ambas mejillas, aunque no hacía falta ser un
detective para saber que la chica que se sentaba frente a mi estaba
llorando. Nunca había visto a una dama tan hermosa como ella. Su tez
blanca y su pelo rojizo hacían que su belleza pareciese
sobrenatural.
Serían
las seis de la mañana. Pese aquellas horas, el aeropuerto de
Bradford estaba a rebosar de personas yendo arriba y abajo como si de
hormiguitas se tratasen.
Mi
vuelo salía en un par de horas, así que decidí sentarme en una
cafetería cerca de una terminal de embarque para descansar y que la
espera se hiciese menos pesada.
Leyendo
el periódico del día anterior y con mi “capuccino” humeante
delante de mí, oí un ruido. Cuando levanté la mirada, la ví. Tuve
que pellizcarme para saber si era un sueño o si realmente esa chica
pelirroja estaba frente a mi, y, gracias a Dios, no era otro de mis
extravagantes sueños de escritor. Gajes del oficio.
Era
una diosa; aunque no era de estatura demasiado alta, sus delicadas
extremidades eran propias de una bailarina, o, mejor aún, de
princesa de cuento de hadas. Sus tirabuzones color fuego contrastaban
con la palidez de su piel. Recorrí todo su cuerpo con la mirada
hasta llegar a sus ojos. Allí termino mi admiración y recorrió por
todo mi cuerpo una sensación de lástima hacia aquella muchacha.
Lloraba. En silencio.
Lo
primero que pensé fue que había perdido el avión. Un avión que la
llevaría a reencontrarse con su amante en un recóndito lugar para
poder ser libres y poder disfrutar de toda una vida juntos.
Tonterías. Pensé que eso solo pasaba en películas de Clint
Eastwood, como “Los puentes de Madison”. Pero imaginé por unos
segundos que pasaría si fuese real; una chica llorando
desconsoladamente en la sala de embarque del aeropuerto de la ciudad
de Bradford, Inglaterra, porqué acababa de perder la oportunidad de
ver a su amado que le esperaba a muchos kilómetros de distancia.
Decidí descartar esa opción para no quedarme con el mal sabor de
boca.
Pensamientos
escurridizos entraban y salían de mi mente mientras yo los iba
apuntando en mi libreta que en tantos viajes y aventuras me había
acompañado. ¡Ajá! A lo mejor era un programa de cámaras ocultas
propio de los domingos por la tarde donde la gente enciende la
televisión sin un programa concreto en mente. Esa idea me gustaba
más. “¿Quién será la bondadosa persona que se acercará a la
muchacha, actriz infiltrada, para consolarla? No os perdáis esta
domingo el nuevo programa de La Fox “Infiltrada en el aeropuerto””.
No sería mala idea, aunque pensar que en ese momento cámaras
ocultas me estaban grabando me incomodó, así que seguí rumiando.
“¿Por
qué? ¡¿Por qué llora Raúl?!”. Me repetía una y otra vez. ¡SÍ!
Esta era la clave: ¡¡Música!!. Esa hermosa chica se había
emocionado al escuchar su canción favorita. A lo mejor escuchaba
“All of me” de John Legend, o, probablemente, alguna canción de
One Direction, como “Story of my life” o “Little things”.
Recordé haberlas escuchado por la radio alguna que otra vez y me
acordé de todas la chicas que estaban locas por esos cinco chicos...
¿o eran cuatro? Bueno, en definitiva, podría ser que esa señorita
llorara de emoción al escuchar un tema de su grupo favorito.
“Pasajeros
del vuelo 457 con destino a París que embarquen por la puerta 5, por
favor.”
Ese
era mi vuelo. Miré el reloj y supe que me había pasado dos horas
escribiendo historias acerca de esa chica. Decidí despedirme de ella
con la mirada, la observé una última vez...
Había
desaparecido. Miré a todos lados. Nada. Hicieron una última llamada
a los pasajeros del vuelo 457, así que, pese a mi tristeza y
decepción, fui a embarcar.
Ya
en el avión, buscaba mi asiento: D-36. Cuando llegué allí, una
chica pelirroja miraba por la ventana. Se giró y supe que era ella.
Ya no lloraba. Quizás ahora podría inventarme otra final...
Maria Victory Cirer
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