Las olas del mar revelaban su nombre, semejando el desparpajo de pájaros alzando el vuelo.
Le observé cautelosamente, fijando mi mirada en sus rasgos, que sugerían una belleza inmune.
Pero su marcha era inevitable, y se me clavaba en el alma como las espinas contenidas en un ramo de rosas.
Mientras una lágrima descendía por mi mejilla, él también sentía lo mismo, pero su tristeza no iba dirigida a mí, y yo lo sabía.
Se despidió de mí y se dirigió hacia la salida, mientras lo contemplaba por la ventanilla, sabiendo que, para él, yo sólo era una piedra en el camino, que, aunque no le dificultaba el paso, olvidaría fácilmente.
Y yo lo sentía más a cada paso que daba.
Pero eso era el amor; adentrarse en un oscuro bosque de sentimientos y alargar la mano para agarrar una mora escondida en un arbusto; esforzarse aún sufriendo el intenso dolor que las espinas producen en la piel para terminar por rendirse, al ver cómo otra mano alcanza antes tu objetivo.
Podía gritar ahora, confiarle mis sentimientos y desahogarme de la presión contenida. Pero, por una reacción instantánea como todas aquellas de las que ahora me arrepiento, decidí no confesarle mi amor por él.
Un amor escondido.
Un amor olvidado.
Pero sobre todo, un amor verdadero.
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