Mi
trabajo podía parecer simple, fácil, e incluso, para las personas
más exigentes, estúpido. Pero era mi gran pasión. Era cartero.
Repartía decenas, ¡¿ que digo decenas?!, centenares de cartas cada
día, veía la reacción de las personas al recibir alguna de ellas y
paseaba por lugares mágicos para llegar al encuentro del afortunado
que recibiría su correspondencia. Amaba mi trabajo como nadie más
lo hacía. Pero ser cartero no era siempre un camino de rosas (o al
menos para mí). Había historias cuyos protagonistas no eran felices
ni comían perdices...
Puse la carta dentro de un sobre y pegué uno de los sellos. En aquel momento, me pareció la tontería más grande del mundo. “¿Adam, qué diablos estás haciendo?”, me pregunté a mi mismo. Pero ya había empezado con mi idea, y ahora no me iba a echar atrás.
¡¡¡No podía salir de mi asombro!!! Ese fue el mejor
día de mi vida como cartero, y descubrí el verdadero significado de
mi trabajo: hacer feliz a la gente.
Maria Victory Cirer
Cada
día, paraba en el Parque de los Suspiros a descansar un poco. Me
encantaba mi trabajo, pero era muy cansado, y más para un viejecito
como yo. Siempre me sentaba en el mismo banco, a la sombra del mismo
árbol, a la misma hora y, desde allí, observaba a la gente pasar.
Una
soleada mañana de mayo, mis ojos se fijaron en un rostro peculiar.
Sus ojos apagados estaban concentrados en el suelo. Era una chica
preciosa. Me recordaba a mi mujer, hacía ya unos cuanto años. Su
larga melena rubia, le tapaba los pómulos, pero se veía
perfectamente que había estado llorando. Un ramo de rosas rojas
yacía, destrozado, en el suelo. No podía irme así, sin más,
mientras aquella mujercita se quedaba allí sola. Así que, como buen
cartero, hice lo que tenía que hacer. Saqué un papel y un bolígrafo
de mi maleta y, en una cercana tienda de coleccionistas, compré un
par de sellos (los más bonitos que encontré) y volví al banco.
Entonces, empecé a escribir:
-
Querida y desconocida señorita,Sonría, por favor. Un rostro como el suyo no se puede desperdiciar.
Puse la carta dentro de un sobre y pegué uno de los sellos. En aquel momento, me pareció la tontería más grande del mundo. “¿Adam, qué diablos estás haciendo?”, me pregunté a mi mismo. Pero ya había empezado con mi idea, y ahora no me iba a echar atrás.
La chica debía de estar muy concentrada mirando el
suelo, puesto que ni me vio aproximarme ni vio como dejaba la carta a
su lado. Entonces, volví a mi banco a observar su reacción. Pasaban
los minutos y nada. Seguía sin reaccionar. Un golpe de viento fue mi
salvación, ya que puso la carta sobre sus rodillas. Como es el
destino, pensé. La muchacha se despertó y miró, sorprendida, la
carta. La abrió lentamente, y una tímida sonrisa se apoderó de
ella. Empezó a mirar a su alrededor, intentando averiguar quién era
el responsable de toda esa historia.
Desde que ocurrió aquello no podía estarme quieto. Una
felicidad extrema se apoderó de mi y empecé a escribir montones de
cartas. En ellas, escribí algún mensaje similar al primero, algunos
de mis mejores chistes e incluso me atreví a realizar un sencillo
dibujo. Dejaba las cartas estratégicamente para que la chica no me
descubriera, y cada vez, su sonrisa era mayor y mayor. Y la mía
también.
En ese momento, cambio de papeles. La chica sacó una
pequeña libreta rosa, arrancó una página y rebuscó dentro de su
bolso, hasta encontrar lo que buscaba: un lápiz. Entonces, escribió
algún mensaje, compró un sello en la misma tienda que yo, lo pegó
en su carta y la dejó en el banco donde estaba sentada. Justo
después, recogió sus cosas, y, con un rostro feliz, desapareció
del parque.
Salí corriendo hasta el banco y leí la carta:
-
No sé quién eres, pero me has alegrado el día, la semana, el mes y el año :) Nadie había hecho nunca algo parecido por mi.Muchísimas gracias, simpático desconocido.
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