En aquel tiempo estaba siempre moviéndome, me encantaba ir de un
estante a otro, a pesar de que los libros de mi edad solían quedarse en los
suyos, era agradable visitar a los libros de los estantes más altos y escuchar
sus historias.
Yo en cambio era un libro
“especial”, mi padre era un libro de historia y a mi madre la vendieron, mis
compañeros de estante ya tienen dos capítulos mientras que yo no tengo ni una
letra sino sólo unos bultos en mis páginas, por eso los otros libros no solían
juntarse conmigo.
Aún así tenía un amigo que se llamaba Dicci, era un diccionario,
estaba lleno de palabras pero no contaba ninguna historia y siempre se quejaba
de que le leían de parte en parte, nunca de cabo a rabo. Sin embargo a mi nunca
me leían, pero creí que eso iba a cambiar cuando un niño se acercó a mi, me
cogió, me miró con cautela, me abrió y se le dibujó una sonrisa pícara en la
cara, me dejó en una mesa y se fue corriendo, me quedé aterrorizado. Intenté
huir, en vano ya que el niño me encontró. Era pelirrojo, con muchas pecas,
llevaba una camisa y unos vaqueros además de un block de dibujo en su mano
izquierda y a mi en su derecha.
Fue entonces cuando comenzó a pintarme pero no por mucho tiempo
porque la bibliotecaria estaba siempre alerta, me arrebató de las manos del
niño y me dejó en las de su becaria que con expresión afable me dijo algo que
no llegué a comprender porque se me nubló la vista y me desmayé.
Me desperté en un estante muy raro y desordenado. Cuando me
recompuse me percaté de que estaba limpio, sin pintadas, divisé a lo lejos el
estante de los libros mayores, lo que me dio una idea, salí disparado hacia
aquel lugar.
- Hola – fue el saludo con el que me recibió la enciclopedia
- Hola – conseguí decir entre jadeos
- Tengo una pregunta para ti – le dije
- Dila pues – dijo la enciclopedia
- ¿Por qué soy como soy? – dije. La enciclopedia se quedó en blanco
- Pregúntaselo al libro de poemas – Respondió esquivo, así pues fui
a donde aquel libro y le hice la misma pregunta y éste me respondió:
- Esa respuesta no te la puedo dar,
pues no la se
y tu la deberás encontrar.
Me despedí y volví resignado a mi estante. Allí me dormí.
A la mañana siguiente me levanté cansado, me desperté por el timbre
de la entrada. Por aquella puerta entró una mujer rubia, de mediana edad, con
unas gafas negras y un bastón en la mano, habló con la becaria, ésta asintió,
me miró y se dirigió hacia mi, me entregó a esa extraña mujer, me temía lo
peor. ¿Qué iba a hacer conmigo? ¿Iba a probarme? ¿a darme con el bastón?
Por suerte estaba equivocado, se sentó en la mesa, me abrió y
comenzó a leerme, pero no me miró, mantuvo la vista al frente y empezó a pasar
sus dedos por mis bultos, me hacía cosquillas, fue entonces cuando empecé a
notar que no era un libro normal, no soy un libro de aventuras, romances ni
ningún “best seller”, soy un libro braille
contando mi propia historia.
FIN Gerardo Guijarro Cantabria
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