domingo, 4 de octubre de 2015

D-36


Sus rizos le cubrían ambas mejillas, aunque no hacía falta ser un detective para saber que la chica que se sentaba frente a mi estaba llorando. Nunca había visto a una dama tan hermosa como ella. Su tez blanca y su pelo rojizo hacían que su belleza pareciese sobrenatural.


Serían las seis de la mañana. Pese aquellas horas, el aeropuerto de Bradford estaba a rebosar de personas yendo arriba y abajo como si de hormiguitas se tratasen.

Mi vuelo salía en un par de horas, así que decidí sentarme en una cafetería cerca de una terminal de embarque para descansar y que la espera se hiciese menos pesada.

Leyendo el periódico del día anterior y con mi “capuccino” humeante delante de mí, oí un ruido. Cuando levanté la mirada, la ví. Tuve que pellizcarme para saber si era un sueño o si realmente esa chica pelirroja estaba frente a mi, y, gracias a Dios, no era otro de mis extravagantes sueños de escritor. Gajes del oficio.

Era una diosa; aunque no era de estatura demasiado alta, sus delicadas extremidades eran propias de una bailarina, o, mejor aún, de princesa de cuento de hadas. Sus tirabuzones color fuego contrastaban con la palidez de su piel. Recorrí todo su cuerpo con la mirada hasta llegar a sus ojos. Allí termino mi admiración y recorrió por todo mi cuerpo una sensación de lástima hacia aquella muchacha. Lloraba. En silencio.
 
Las lágrimas escapaban de sus ojos sin que ella intentase evitarlo. En lugar de ir a preguntarle cómo estaba o simplemente sentarme a su lado, decidí no intimidarla, así que me quedé exactamente donde estaba. ¿Por qué lloraba? ¿Qué monstruo le hacía llorar? Si no fuera porque no creo en el amor a primera vista diría que esa mujer era mi amor verdadero. No podía verla así. Me superaba. Intenté concentrarme en las minúsculas letras de periódico: nada. Esta vez procuré centrar mi cabeza en la cremosa espuma de mi café italiano: fracasé estrepitosamente igual que la primera vez. Mi mente literaria no paraba de rumiar que factor hacía que esa chica derramase lágrimas de la manera en que lo estaba haciendo. Miles de historias acerca de la joven dama me acechaban como pequeñas llamas incandescentes, quemándome por dentro lentamente.

Lo primero que pensé fue que había perdido el avión. Un avión que la llevaría a reencontrarse con su amante en un recóndito lugar para poder ser libres y poder disfrutar de toda una vida juntos. Tonterías. Pensé que eso solo pasaba en películas de Clint Eastwood, como “Los puentes de Madison”. Pero imaginé por unos segundos que pasaría si fuese real; una chica llorando desconsoladamente en la sala de embarque del aeropuerto de la ciudad de Bradford, Inglaterra, porqué acababa de perder la oportunidad de ver a su amado que le esperaba a muchos kilómetros de distancia. Decidí descartar esa opción para no quedarme con el mal sabor de boca.


Pensamientos escurridizos entraban y salían de mi mente mientras yo los iba apuntando en mi libreta que en tantos viajes y aventuras me había acompañado. ¡Ajá! A lo mejor era un programa de cámaras ocultas propio de los domingos por la tarde donde la gente enciende la televisión sin un programa concreto en mente. Esa idea me gustaba más. “¿Quién será la bondadosa persona que se acercará a la muchacha, actriz infiltrada, para consolarla? No os perdáis esta domingo el nuevo programa de La Fox “Infiltrada en el aeropuerto””. No sería mala idea, aunque pensar que en ese momento cámaras ocultas me estaban grabando me incomodó, así que seguí rumiando.

¿Por qué? ¡¿Por qué llora Raúl?!”. Me repetía una y otra vez. ¡SÍ! Esta era la clave: ¡¡Música!!. Esa hermosa chica se había emocionado al escuchar su canción favorita. A lo mejor escuchaba “All of me” de John Legend, o, probablemente, alguna canción de One Direction, como “Story of my life” o “Little things”. Recordé haberlas escuchado por la radio alguna que otra vez y me acordé de todas la chicas que estaban locas por esos cinco chicos... ¿o eran cuatro? Bueno, en definitiva, podría ser que esa señorita llorara de emoción al escuchar un tema de su grupo favorito.


Pasajeros del vuelo 457 con destino a París que embarquen por la puerta 5, por favor.”

Ese era mi vuelo. Miré el reloj y supe que me había pasado dos horas escribiendo historias acerca de esa chica. Decidí despedirme de ella con la mirada, la observé una última vez...

Había desaparecido. Miré a todos lados. Nada. Hicieron una última llamada a los pasajeros del vuelo 457, así que, pese a mi tristeza y decepción, fui a embarcar.

Ya en el avión, buscaba mi asiento: D-36. Cuando llegué allí, una chica pelirroja miraba por la ventana. Se giró y supe que era ella. Ya no lloraba. Quizás ahora podría inventarme otra final...
 
 
 
                                                                                  Maria Victory Cirer

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