miércoles, 5 de agosto de 2015

El cartero de la felicidad


Mi trabajo podía parecer simple, fácil, e incluso, para las personas más exigentes, estúpido. Pero era mi gran pasión. Era cartero. Repartía decenas, ¡¿ que digo decenas?!, centenares de cartas cada día, veía la reacción de las personas al recibir alguna de ellas y paseaba por lugares mágicos para llegar al encuentro del afortunado que recibiría su correspondencia. Amaba mi trabajo como nadie más lo hacía. Pero ser cartero no era siempre un camino de rosas (o al menos para mí). Había historias cuyos protagonistas no eran felices ni comían perdices...

Cada día, paraba en el Parque de los Suspiros a descansar un poco. Me encantaba mi trabajo, pero era muy cansado, y más para un viejecito como yo. Siempre me sentaba en el mismo banco, a la sombra del mismo árbol, a la misma hora y, desde allí, observaba a la gente pasar.

Una soleada mañana de mayo, mis ojos se fijaron en un rostro peculiar. Sus ojos apagados estaban concentrados en el suelo. Era una chica preciosa. Me recordaba a mi mujer, hacía ya unos cuanto años. Su larga melena rubia, le tapaba los pómulos, pero se veía perfectamente que había estado llorando. Un ramo de rosas rojas yacía, destrozado, en el suelo. No podía irme así, sin más, mientras aquella mujercita se quedaba allí sola. Así que, como buen cartero, hice lo que tenía que hacer. Saqué un papel y un bolígrafo de mi maleta y, en una cercana tienda de coleccionistas, compré un par de sellos (los más bonitos que encontré) y volví al banco. Entonces, empecé a escribir:


Querida y desconocida señorita,
Sonría, por favor. Un rostro como el suyo no se puede desperdiciar.


Puse la carta dentro de un sobre y pegué uno de los sellos. En aquel momento, me pareció la tontería más grande del mundo. “¿Adam, qué diablos estás haciendo?”, me pregunté a mi mismo. Pero ya había empezado con mi idea, y ahora no me iba a echar atrás.

La chica debía de estar muy concentrada mirando el suelo, puesto que ni me vio aproximarme ni vio como dejaba la carta a su lado. Entonces, volví a mi banco a observar su reacción. Pasaban los minutos y nada. Seguía sin reaccionar. Un golpe de viento fue mi salvación, ya que puso la carta sobre sus rodillas. Como es el destino, pensé. La muchacha se despertó y miró, sorprendida, la carta. La abrió lentamente, y una tímida sonrisa se apoderó de ella. Empezó a mirar a su alrededor, intentando averiguar quién era el responsable de toda esa historia.

Desde que ocurrió aquello no podía estarme quieto. Una felicidad extrema se apoderó de mi y empecé a escribir montones de cartas. En ellas, escribí algún mensaje similar al primero, algunos de mis mejores chistes e incluso me atreví a realizar un sencillo dibujo. Dejaba las cartas estratégicamente para que la chica no me descubriera, y cada vez, su sonrisa era mayor y mayor. Y la mía también.

En ese momento, cambio de papeles. La chica sacó una pequeña libreta rosa, arrancó una página y rebuscó dentro de su bolso, hasta encontrar lo que buscaba: un lápiz. Entonces, escribió algún mensaje, compró un sello en la misma tienda que yo, lo pegó en su carta y la dejó en el banco donde estaba sentada. Justo después, recogió sus cosas, y, con un rostro feliz, desapareció del parque.

Salí corriendo hasta el banco y leí la carta:
No sé quién eres, pero me has alegrado el día, la semana, el mes y el año :)   Nadie había hecho nunca algo parecido por mi.
Muchísimas gracias, simpático desconocido.

 
¡¡¡No podía salir de mi asombro!!! Ese fue el mejor día de mi vida como cartero, y  descubrí el verdadero significado de mi trabajo: hacer feliz a la gente.


                                                                                         Maria Victory Cirer



 

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