domingo, 12 de julio de 2015

Sin Título

Alika estaba sentada sobre una piedra contemplando los valles de su país natal cuando se acordó de la joven muchacha que tuvo que marcharse años atrás con el hatillo lleno de miedo y esperanza. Muchos años antes, cuando Alika tenía 9 años, empezó una guerra entre su tribu y la tribu vecina. Recordó aquella trágica mañana en la que fue al río en busca de agua con su madre y sus hermanos. Su madre se arrodilló junto al río, cuando de pronto aparecieron dos hombres armados. Empezaron a chillar a su madre y esta les pidió que se alejaran de allí lo más rápido posible. Alika y Daren, el mediano de los hermanos, echaron a correr hacia el pueblo. Mientras corrían escucharon disparos y se volvieron a contemplar los cuerpos sin vida de su madre y su hermano menor tirados en el suelo. Alika no pudo contener las lágrimas, pero ambos siguieron corriendo hasta el poblado. Al llegar a su choza, Alika y Daren corrieron a avisar a su padre sobre lo sucedido. Este, horrorizado por los hechos, decidió alejarles del peligro. Ese mismo día, de madrugada, su padre les preparó un hatillo a cada uno cargados con sus pertenencias, los ahorros de la familia y los objetos de más valor y los coló en un tren con rumbo a Alejandría. Tras despedirse de su padre y recibir sus indicaciones, los dos hermanos subieron al tren y se quedaron dormidos. Al despertar, estaban apunto de llegar a su destino. Bajaron del tren y fueron a pie hasta el puerto. Compraron dos billetes y se embarcaron en un barco con rumbo a Marsella. Al acordarse de cómo estaban las cosas en su tribu en Sudán, ambos se echaron a llorar. Cuando pasó el cocinero y los encontró llorando les preguntó qué les pasaba. Era un hombre mayor de unos sesenta años. Los niños le contaron la historia. Consiguieron conmover el corazón del cocinero, al cual se le llenaron los ojos de lágrimas y la mente de recuerdos cuando le vinieron a la mente las imágenes de su hijo recientemente fallecido. Despertaron en él su sentido paternal, así que decidió hacerse cargo de ellos al llegar a Marsella. La noticia alegró un poco a los niños. Al llegar al puerto, el hombre les condujo a su coche y les llevó a su casa, una bonita finca alejada de la ciudad. El hombre les preparó la habitación de invitados y les compró algo de ropa. Las primeras noches les costó conciliar el sueño debido a los recuerdos del espantoso episodio. Unos meses después Andrè, el cocinero, les matriculó en un colegio. Ambos recibían burlas por parte de los demás niños debido a su desconocimiento de la vida en Europa, como por ejemplo el hecho de no haber visto nunca un coche, lo que les hizo detestar el colegio. Con los años, las burlas se fueron suavizando y consiguieron integrarse. Ocho años después, Alika había terminado los estudios secundarios y, al cumplir la mayoría de edad, movida por una mezcla de nostalgia y curiosidad decidió regresar a Sudán y  averiguar qué había sido de su padre. Tras un largo viaje llegó al lugar donde había estado la aldea, y al encontrar solo las escasas ruinas del que alguna vez fue su poblado sintió como un cuchillo de pena y de trsiteza le partía de un tajo el corazón. Al sentirse levemente mareada, se sentó entre los restos de la que fue la choza de la familia. A lo lejos le pareció distinguir la figura de un anciano encorbado que avanzaba hacia ella seguido por un pequeño y mísero rebaño de flacas cabras. Por sus andares le recordó ligeramente a su padre. Recordó que su padre siempre le decía que Alika significaba "la más bella", y se preguntó si por una vez no podría significar también la más afortunada. Una suave brisa acarició sus mejillas y notó una lágrima rebelde. Hundió su mirada negra allá en los valles desiertos, y se quedó muda y triste, vagamente sonriendo.


Natalia Vingut (Ibiza)



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